Adaptar un libro al cine debería ser, más que un trasladar palabras, entender el espíritu plasmado en papel y traducirlo al idioma de la pantalla.
Las adaptaciones literarias son, usualmente, una apuesta controversial, especialmente si se trata de obras muy populares o consagradas. Un paso más allá están los libros que, por su complejidad, cargan con el peso de ser catalogados por algunos como “imposibles de adaptar”. En ese grupo se suele colocar a obras como Ulises (James Joyce), Rayuela (Julio Cortázar) y sí, Pedro Páramo (Juan Rulfo), el relato (y película) del que se ocupa este texto.
“Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”. La nueva versión cinematográfica de este clásico (que ya había sido llevado a la pantalla en tres ocasiones en 1967, 1976 y en 1981) da inicio con la icónica frase, que de entrada coloca al espectador en el terreno seguro de lo conocido. En resumen, la historia sigue a Juan Preciado (interpretado aquí por Tenoch Huerta, también productor ejecutivo), quien llega al pueblo de su madre tras la muerte de ésta.
Con la consigna de buscar a su padre para reclamar el olvido en el que los dejó después de su nacimiento, Preciado lleva en la mente la idea de un lugar que ya no existe como en las memorias de su madre, pues en su lugar encuentra calles decrépitas y abandonadas. Poco a poco, los encuentros de Juan con habitantes del pueblo (desde el principio en el que se cruza con un arriero que le muestra el camino y las primeras señales de la naturaleza fantasmagórica de esa tierra) se entrelazan con recuerdos del pasado y de la historia de Pedro Páramo y Comala.
La cinta sigue casi al pie de la letra los acontecimientos del libro y repite con exactitud buena parte de los diálogos, lo cual puede ser un gran acierto o su principal falla, dependiendo de la perspectiva.
El encargado de liderar esta adaptación es el mexicano Rodrigo Prieto, quien lleva sobre sus hombros no solo las expectativas en torno al libro, sino también respecto a él mismo. Se trata de su primer trabajo como director de un largometraje, luego de consagrarse como uno de los cinefotógrafos más talentosos del mundo haciendo mancuerna con Martin Scorsese en múltiples ocasiones y con cuatro nominaciones a los premios de la Academia estadounidense. La película es de un cuidado excepcional. Y, sin embargo, se queda en el espacio liminal de la escenificación y en la autofascinación con los recursos del cine de época.
Al igual que en el libro, en su adaptación se distinguen dos momentos: el primero marcado por la narración de Juan Preciado llegando al pueblo; y el segundo, en el que conocemos el pasado en un vaivén de memorias polifónicas. El hijo olvidado de Páramo llega a un limbo petrificado en el tiempo, en donde las personas se disuelven como ecos.
Esta primera parte se aborda en la película con recursos prestados del cine de terror; desde una cámara que parece levitar con los personajes, hasta constantes acercamientos lentos para generar tensión. No faltan los sustos repentinos, personas que flotan o se desvanecen, y hasta efectos visuales para materializar de forma muy literal los momentos en los que el libro juega con lo real, la ensoñación y lo fantástico. En esta propuesta, un relato local se aborda desde las convenciones del cine de terror más popular y universal, quizá para hacerlo más digerible o atractivo.

Posteriormente, el tono azulado de esa primera parte se torna en algo más luminoso (y amarillento) para ubicarnos en el momento pasado y vivo de aquella comunidad, antes de que fuese tragado por la tristeza que consumió también al cacique Pedro Páramo. Primero por la muerte de su hijo Miguel y luego por la imposibilidad de tener a Susana.
El hacer una adaptación cinematográfica tan literal es contradictorio a esa cualidad inventiva de lo rulfiano, que en el cine jugó constantemente en el terreno de lo experimental (por ejemplo, en sus colaboraciones con Antonio Reynoso en el cortometraje El despojo, y con Rubén Gámez en La fórmula secreta). Dar pulso cinematográfico a la yuxtaposición de voces y acontecimientos de Pedro Páramo requeriría del mismo arrojo y libertad con el que Juan Rulfo escribió de los ecos que daban testimonio desde el inframundo, con una soltura que dio lugar a múltiples lecturas de su obra. Aquí, en cambio, nos encontramos con una película contenida, ceñida a las convenciones y deseosa de explicarse y encajar con el imaginario en torno a su material de origen.
Hay también en esta cinta momentos de mayor fluidez y autenticidad y son precisamente aquellos que no son totalmente fieles a la fuente, en los que hay espacio para adueñarse del material y trasladar su esencia a la pantalla. Las memorias de Susana San Juan en blanco y negro con el mar abrazándola construyen un mundo sensual y propio del personaje y de la película; de igual forma, el recuerdo recurrente de Susana niña bajando al subsuelo atada a una cuerda y perdiendo la conciencia, es de una belleza visual que recuerda al Rodrigo Prieto de Silencio o Asesinos de la luna. Estos recuerdos vuelven a ella y nos permiten asomarnos al interior de un personaje críptico, que en esta película encuentra una versión profunda e intensa.
¿Es cierto, entonces, que hay obras imposibles de adaptar? El cineasta alemán Werner Herzog ha dicho en entrevistas que Pedro Páramo no debería adaptarse a película nunca y yo no puedo coincidir del todo. Este Comala, guiado por el estilo de la plataforma que la produce, sometido quizás a las exigencias de un presupuesto multimillonario, y marcado por un momento en el que el público masivo prioriza la historia por encima de los demás elementos cinematográficos. Quizá no sea el mío, pero es un acercamiento cauteloso que seguramente encontrará su audiencia. Yo prefiero pensar en las múltiples posibilidades del cine y sus recursos, en su capacidad de ensamblar sus propias realidades y en un Comala que no se quede con el arriero a mitad del camino.