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Ausencias Inesperadas

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Por Horacio Nájera

Han pasado unas tres horas desde que una voz sollozante en el teléfono me informó de la muerte de mi cuñado, cariñosamente llamado “el richie”. Apenas me estoy empezando a sentir aturdido, y creo que es el momento adecuado de comenzar a escribir sobre su repentina partida.

Fueron 19 días de extenuante agonía para mi joven cuñado. Apenas 43 años, padre de una niña inquieta y un adolescente que ya lo rebasó en estatura; en diciembre que lo visitamos me mostró orgulloso la ampliación en proceso de la sala-comedor, con un ventanal amplio al frente. En una esquina de la todavía obra negra, identifiqué el viejo asador, hecho de pedacería metálica por un excompañero de trabajo, al que también la vida le arrancó de repente un joven hermano, mi buen amigo Rodolfo.

No puedo quitarme de la cabeza ese viejo asador. Ya tiene soldada entre sus hierros la memoria de mi suegro y desde hoy se agrega la de mi cuñado, a quien en esa visita final le anunciara mi pronto regreso para utilizar otra vez ese maltrecho rectángulo metálico en que por años cocinamos amor.

Como no lo abracé más fuerte y durante más tiempo esa tarde. Como no le dije cuanto lo quiero.

Apenas el fin de semana, mi primogénito trajo a la casa un regalo especial para su amado tío, quien fuera su cómplice en las ya añejas tardes de televisión disfrutando juntos las aventuras de Gokú, Vegueta y el maestro Rochi. En recuerdo de esas lejanas jornadas de caricaturas que parecían hipnotizar a tío y sobrino, mi hijo nos dejó el domingo un saco con semillas del ermitaño, que según la historieta, aquellos sayayines que las consumen se recuperan rápidamente de sus lesiones.

“Estos son solo dulces papá, pero vamos a creer que son reales. Cuando vayas a visitar a mi tío en mayo, se los das de mi parte.” Por un momento, mi barbado hijo volvió a ser el niño que, emocionado, lanzaba genkidama junto a su tio adolescente en la sala de la casa de los abuelos.

Mi cuñado murió en una cama del IMSS. Ingresó de urgencia con un cuadro complejo y peligroso que lo tuvo en cuidados intensivos; primero en una camilla, arremolinado con decenas de pacientes que luchan por sobrevivir, sostenidos en los brazos de admirables médicos y enfermeras que hacen mucho más de lo que pueden y deben en las condiciones de miseria en las que trabaja el sistema de salud que jamás, jamás será Dinamarca.

De primera mano supe que en el IMSS no hay agua oxigenada, aire acondicionado, ni termómetros suficientes para reforzar la lucha por sanar, sobrevivir o incluso bien morir.

Un médico nos dijo que el cuerpo lastimado de mi cuñado fue presa fácil del Acinetobacter, un género de bacterias que se desarrollan habitualmente en los hospitales. Después de una visita al área de urgencias de cualquier clínica del IMSS, no es difícil entender cómo alguien puede adquirirla.

Es que falta tanto, que de solo verlo duele el pecho de impotencia, de indignación y de desesperanza por todos, incluyendo a los miles que se fueron durante la pandemia porque no hubo oxígeno suficiente; por los que no tuvieron acceso a una quimioterapia, a una cirugía, a un diagnóstico oportuno.

Supongo que desde lo alto estaba determinado que hoy sería el fin de la obra terrenal de mi cuñado. No sé si los virus, las bacterias o los políticos que tanto lastiman a la salud en México pudieron ser combatidos oportunamente con medicamentos o votos razonados. ¿A quién culpas por la muerte cuando llega tan de repente?

No lo sé, hoy estoy muy triste para pensarlo.

Hoy solo voy a pensar en mi cuñado, el super sayayin de sonrisa contagiosa y hablar rápido.

Buen viaje, mi richie.

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